domingo, 7 de noviembre de 2010

Es de vivos, no de muertos

El Evangelio de este XXXII Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 20, 27 – 38) nos muestra la realidad de Dios.

“Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: «Maestro, Moisés nos ha ordenado: "Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda". Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?» Jesús les respondió: «En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que son juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casan. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor "el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob". Porque Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para Él»”.
Nos encontramos frente a una pregunta cuya respuesta ha intrigado a la humanidad, filósofos y grandes pensadores han buscado esa respuesta, ¿qué hay después de la muerte?
Los saduceos negaban la resurrección, porque quedaban con la limitada creencia de la reencarnación, pero le insisten a Jesús, le retaban para encontrar una contradicción en las palabras de Cristo.
Como siempre, los hombres queremos y buscamos imponer nuestros criterios sobre aspectos que nos rebasan, como es el Reino de los Cielos. Es fundamental dejar a Dios ser Dios, permitir que continuamente nos sorprenda.
Dios es un Dios de vivos y vivos son aquellos cuyo camino, verdad y vida se centra en el misterio de la Resurrección. Es como aquellos que dejaron una guardia de soldados en el sepulcro por si acaso. El Reino de Dios se basa sólo en el amor, en la conversión.
El cielo y el infierno comienzan desde esta vida, hacia dónde queremos ir, ¿a aquél que nos ha prometido la vida y la vida en abundancia? Sólo es cuestión de querer y de dejarse sorprender por Dios, que es de vivos y no de muertos.

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