Nos acercamos a las celebraciones emblemáticas, propias de noviembre, el uno que litúrgicamente se conmemora la solemnidad de Todos los Santos y el dos que es la de los Fieles Difuntos.
Estas fechas nos permiten comprender lo que significa, realmente, para un discípulo misionero de Jesucristo la muerte y la santidad. Pero no sólo desde el aspecto espiritual, sino de la perspectiva de la antropología filosófica, del verdadero entendimiento de ese cambio metafísico que es la muerte.
La sabiduría plasmada en el Ciclo Litúrgico, ha colocado primero la Solemnidad de Todos los Santos y al día siguiente la de los Fieles Difuntos. El Misal Romano en su rúbrica de Todos los Santos señala, “… Nos representa visualmente a toda la multitud de los redimidos, para descubrimos el destino que nos espera también a nosotros, peregrinos… Todos ellos, que viven frente a Dios, son nuestros intercesores que dan impulso a nuestras vidas”.
Justo ese es el punto medular, somos peregrinos que buscamos la vida en plenitud que es la vida eterna. Nuestros santos particulares, el papá, la mamá, el tío, la tía, la abuelita, el abuelito, el primo, que ya han partido, se convirtieron en columna de nuestra vida. Ellos nos mostraron con su ejemplo, con su testimonio con sus consejos la forma en la cual alcanzamos la santidad para así, encontrarnos con Cristo. Son nuestros santos particulares, que aunque no están reconocidos en el martirologio, nos motivaron a dar e ir a más y así tener conciencia del proyecto de Jesús en nuestras vidas.
Aquí se pone de manifiesto lo que el filósofo italiano, Michele Federico Sciacca, señalaba, la implicación metafísica existente entre la vida – muerte, que conlleva una dialéctica de sentido no unívoco; para que exista la muerte es necesario que exista la vida del existente en el mundo; sin embargo, no es unívocamente necesaria la relación inversa.
Ello quiere decir, que para que exista la muerte requiere la vida. Pero en el sentido trascendente, la muerte sólo es el inicio de la vida. Nuevamente la Filosofía Cristiana y la Teología rompen con los paradigmas humanos.
El ejemplo lo tenemos en Jesucristo, cuyo centro y zenit de su vida y obra, no es la cruz, es la resurrección, porque Él nos prometió la vida y la vida en abundancia, la vida que no se corrompe. La cruz es sólo el inicio de una vida nueva, sin esa cruz, no habría resurrección.
Aunque se trate de no pensar, olvidar o negar la muerte con sofismas como el de Epicuro, que en su carta a Meneceo 125, diría, “la muerte es una quimera: porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”. Hoy se rechaza la muerte y se disfraza de enfermedad; se pretende alejar al moribundo de la idea de su propia muerte; se muere sin darse cuenta, y ya no se tolera que se haga ver al enfermo la proximidad de la muerte.
La muerte se manifiesta como dimensión fundamental de la existencia humana, en la experiencia de la muerte de la persona amada. En ella, el hombre se da cuenta de un modo existencial cuál es la naturaleza de la muerte y de lo que significa ser mortal.
Es cierto que tenemos una cita ineludible con la muerte, es parte del ciclo natural de los seres vivos, pero lo que determina todo, es la visión que nos brinda Jesús sobre ella. El Prefacio de Difuntos I, nos da la clave, “… por Cristo nuestro Señor. En el cual resplandece la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Pues, para quienes creemos en ti, Señor, la vida se transforma, no se acaba; y disuelta nuestra morada terrenal, se nos prepara una mansión eterna en el cielo”.
Qué hermosa promesa que hace Jesucristo, de la futura inmortalidad, por eso nos dice, “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 16, 6), misma frase que une estas dos fiestas. El seguimiento de Jesús implica justo ello, el comprender que la vida sólo se trasforma, que a pesar del cambio metafísico, nuestra alma permanece y busca regresar a su Creador.
Nuestro peregrinar, nos llevará a buen término, al encuentro con el Señor, por ello es que la muerte no tiene la última palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario