Hoy se atraviesa la memoria de Santo Tomás Apóstol, pero la liturgia da precedencia al XIV Domingo del Tiempo Ordinario (Mt 11, 25 – 30).
“En esa oportunidad, Jesús dijo: "Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré.Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana"”.
Curiosamente hoy coincide este Evangelio con la memoria de Santo Tomás, porque el apóstol nos recuerda el sentido humano de la necesidad de palpar los milagros de Cristo en nuestra vida. Necesitamos ver las pruebas para poder creer en Jesús. Como Santo Tomás, si no veo, no creo.
Pero Jesús es claro en su mensaje, porque da gracias al Padre porque el Reino de Dios, sólo y únicamente será para aquellos de corazón sencillo. También dice, a aquellos quienes se hacen como niños, cuyo espíritu es puro y sin malicia.
Cristo quiso revelarse a los más sencillos del mundo, porque sembraba en tierra buena, sólo en esa tierra es capaz de dar fruto y en abundancia. Porque ahí en el camino de la fe es cuando podemos comprender el silencio de Dios, el cual nos purifica, fortalece, robustece y permite ir creciendo en una fe madura.
Por eso hoy en el Evangelio, Cristo nos dice, vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y es un llamamiento, es el nuestro, es el tuyo, es el mío. Es permitirle me conduzca por cañadas oscuras y que me lleve a verdes praderas, como reza el Salmo 22.
Cuando aparecen todas las dificultades y cada uno sabe, las espirituales, morales, económicas, sociales o la misma salud, es cuando nos sentimos agobiados, nuestras preocupaciones parece nos sepultan y arrollan, todo se torna negro. Llego incluso a sentirme abrumado, frustrado, desolado y eso mismo no permite levantar la cabeza y ver el porvenir.
El cansancio también se presenta, porque muchas veces las batallas nos cansan, en la vida espiritual cuando atravesamos un desierto, en la moral cuando pecamos de la misma manera una y otra vez, en lo económico cuando no vemos los resultados esperados. En fin, tantas batallas las cuales pudieran parecer como una pérdida de tiempo o de recursos. Por esa misma ofuscación es imposible analizar, batallas hay cientos, pero la guerra sólo es una.
El llamado de Cristo es un aliciente, es una bocanada de aire fresco y es una excelente forma de demostrar nuestra fe, en el testimonio de quien fue enviado para anunciar la Verdad y la Buena Nueva. Él nos lo prometió, nos aliviará, pero también nos dice, tomar su yugo, ese yugo es de amor, de aprender a aliviar la carga al otro, de poner en el corazón de Cristo toda nuestra vida y todo aquello que nos quita la paz interior.
Cristo nos invita a levantar la mirada, a limpiarnos el polvo y aprender a confiar, porque Él va con nosotros. Es como cuando le dijo Jesús a Tomás, anda, ven toca mis llagas y mis heridas para que creas. Ese es la certeza de fe con la cual contamos, Cristo sale a nuestro encuentro como en Emaús, porque El nos explica las Escrituras y parte para nosotros el pan.
Hoy podemos decir de este llamado que es el nuestro, es el tuyo y es el mío, es una invitación para creer para saber en quién podemos confiar porque Él está con nosotros todos los días hasta el fin de los tiempos.
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