Estamos por concluir nuestra serie de las bienaventuranzas
como camino a la felicidad. Hemos llevado paso a paso el compartir de las siete
anteriores, ahora a punto de cerrar, entregamos la octava: “bienaventurados los
que sufren por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos”.
En el mundo impera una necesidad de justicia, muchas
personas claman por ella, en todos los ambientes, en todas las circunstancias,
pero es una realidad, muy pocos están dispuestos a arriesgarse por buscar o
clamar por la justicia.
La injusticia se sufre aún en cosas insignificantes, incluso
a quienes piensan diferente, quienes son de un modo de ser particular o quienes
se han visto en necesidad de ocultarse. En todas las épocas están los poderosos
quienes marginan a los más débiles.
El llamado al cristiano es a no permanecer indiferentes al
sufrimiento ajeno, no sólo ocuparnos sino preocuparnos. Porque el ideal será
hacer sentir a todos como en casa. Hoy se busca con mayor frecuencia a personas
quienes estén dispuestos a cambiar el mundo luchando por la justicia, pero el
inicio es contigo mismo, tu alrededor inmediato y luego el mundo.
Hemos insistido mucho en el camino de la bienaventuranza,
pero también nos permiten salir de nosotros mismos para ir al encuentro del
otro y eso me hace plenamente feliz. Brota desde lo más profundo de mi ser la
necesidad de buscar la belleza del mundo y eso me da valor para luchar por lo
justo.
Jesús alaba por otro lado a quien es perseguido a causa de
la justicia, ello no es nada placentero, pero esa persecución nos lleva a ser
nosotros mismos. La valentía se manifestará en defender nuestros propios
ideales, pero también expresa nuestra libertad interior. Quien no se mantiene
firme a sus convicciones es un cobarde y se vuelve manipulable, pero más aún,
se vuelve esclavo.
Quien lucha por la justicia se vuelve incómodo, pero serán
felices, porque aún cuando perciben la hostilidad, están en perfecta paz consigo
mismo. Uno de los Padres de la Iglesia señala, la persecución es oportunidad
para descubrir y desarrollar nuestras capacidades. Todos los retos me obligan y
orientan a estar a la altura de ellos.
La promesa de felicidad de Jesús es el reino de los cielos,
de la misma forma a quienes son pobres de espíritu porque son libres, porque
han encontrado en Dios su motivo se ser, su centro y razón de existir.
Cuando asumo el señorío de Dios, cuando de verdad reina en
nosotros, somos libres y nadie tendrá poder sobre mí. Entonces soy plenamente
feliz.
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