Hemos recorrido paso a paso las bienaventuranzas, ya casi
terminamos de hacer comentarios al respecto, con el único objetivo de cobrar
conciencia de su importancia porque es camino a la felicidad. En esta entrega: “bienaventurados
los limpios de corazón, porque verán a Dios”.
Uno de los grandes valores de los hombres es la confianza,
porque ello permite poder entablar relaciones sinceras, verdaderas. Hoy
desconfiamos de quien se nos acerca porque tememos vengan con segundas
intensiones. Pero más allá, ello refleja el modo como veo a los otros es como
me veo a mi mismo.
En el mundo moderno, muchas personas buscan ser serviciales
con una doble intensión, para ver las ventajas a obtener, reduciendo las
relaciones interpersonales a un mero sentido utilitarista. Incluso no creemos
en la palabra del otro, porque buscamos otro sentido, o lo no dicho.
Incluso en el mundo de la caridad, se ha reducido todo a un
nuevo principio, haz el bien y cuéntalo o publícalo para darlo a conocer a
todos y así exaltar tu nombre o reputación.
Hoy aspiramos y buscamos la pureza y la claridad de
convicciones, para así poder confiar y vivir en la verdad. Anhelamos la pureza
de corazón. Jesús nos ve tal cual somos y su invitación es clara, a librarnos
de segundas intensiones. El primer paso para acercarnos y ver a Dios es tener
un corazón puro.
El corazón puro no está enturbiado, no se menos precia, no
condena, porque para ello es necesario confrontar nuestras pasiones, pero
necesitamos conocerlas. El corazón puro es senillo, limpio y claro, habla
siempre con verdad, dice lo que dice y no juzga los demás.
Para ello debemos pedirle a Jesús desde el fondo de nuestro
corazón en una oración humilde por la transformación. Si vemos en la escritura,
el pasaje evangélico de la Transfiguración nos permite comprender el proceso. Jesús
en su oración se transfigura, nosotros en la oración ponemos nuestro ser bajo
la mirada amorosa del Padre, quien trae la luz a mi vida.
Cuando Dios ilumina mi oscuridad, es capaz de encontrar la
autenticidad, se ser puros, de ser transparentes porque estamos en perfecta
sintonía con nosotros mismos. La felicidad prometida es la de ver a Dios.
Por tanto, lo más alto a lo cual el hombre puede aspirar, es
hacerse uno con Dios.
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