miércoles, 19 de diciembre de 2012

La mansedumbre parte de nosotros mismos

Seguimos en nuestra serie para descubrir el verdadero camino a la felicidad, las bienaventuranzas nos llevan a ello, pero es largo trecho, en muchas ocasiones doloroso, pero al final del día, la recompensa será grande, la felicidad plena. Hoy tocaremos la tercera: “bienaventurados los mansos, porque poseerán en herencia la tierra”.
Vivimos en una sociedad cada vez más agresiva, más competitiva, nos encontramos a seres autómatas quienes olvidan la bondad o incluso la amabilidad. En medio de esta sociedad se vive una falacia, mientras más se pasa por encima del otro más éxito se tiene.
La violencia ha avanzado a pasos agigantados, nos enfrentamos a amenazas desconocidas e imprevistas. Esa violencia quiere hacernos rehenes y esa violencia sólo genera más, para convertirse en un círculo vicioso.
En este mundo las palabras de Jesús pudieran parecer fuera de sintonía, pero es justo lo contrario. El hombre está deseoso de vivir un mundo mejor, donde no tenga como arma la agresividad o la violencia, donde puedan experimentar la mansedumbre y la amabilidad de las personas, pero más profundo, el amor.
Jesús nos demuestra nuevamente su valentía, porque requiere valor para hablar en estos días del amor, de la mansedumbre, de la amabilidad, porque de ahí partimos para cambiar al mundo. Pero no caigamos en la tentación de pensar sobre lo sencillo de adquirir la mansedumbre, porque esta es una virtud, la cual debe adquirirse con el paso del tiempo a través de mucho esfuerzo.
Analicemos el proceso, en ocasiones la violencia no es exterior, si no interior, ello se refleja en nuestra dureza de juicio hacia nosotros, eso se expresa en los juicios severos y temerarios realizados hacia los otros. Otros rasgos son la baja autoestima, el menosprecio hacia nosotros mismos, los propios reproches o castigos, todo ello lleva a la autodestrucción.
La mansedumbre parte de nosotros mismos, porque si no somos capaces de vernos con amor, entonces no podremos transformarnos y menos aspirar estar abiertos al prójimo.
En estos casos es necesario confrontarme y buscar sanar heridas profundas, las cuales generan esa agresividad, ansiedad, desesperación o violencia. Debo asumir mi vida como soy y dejarme de atormentar por cosas hechas o imposibles de cambiar. Al entrar en diálogo conmigo mismo puedo darme cuenta que tengo derecho a ser como soy. Así soy capaz de entrar en diálogo con el otro y quito mi ideal de una falsa perfección.
De ahí brota la mansedumbre, porque si hemos experimentado en nosotros la mansedumbre de Jesús hacia nosotros, nuestra vida y quien somos, entonces, podremos mirar la vida con dulzura.
La felicidad de esta bienaventuranza le corresponde una promesa curiosa “poseerán en herencia la tierra”, si me trato bien, me respeto, mis posibilidades se abren, tengo nuevos horizontes, adquiero un vasto terreno a mis pies.

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