Seguimos en nuestra serie para descubrir el verdadero camino
a la felicidad, las bienaventuranzas nos llevan a ello, pero es largo trecho,
en muchas ocasiones doloroso, pero al final del día, la recompensa será grande,
la felicidad plena. Hoy tocaremos la tercera: “bienaventurados los mansos,
porque poseerán en herencia la tierra”.
Vivimos en una sociedad cada vez más agresiva, más
competitiva, nos encontramos a seres autómatas quienes olvidan la bondad o
incluso la amabilidad. En medio de esta sociedad se vive una falacia, mientras
más se pasa por encima del otro más éxito se tiene.
La violencia ha avanzado a pasos agigantados, nos
enfrentamos a amenazas desconocidas e imprevistas. Esa violencia quiere
hacernos rehenes y esa violencia sólo genera más, para convertirse en un
círculo vicioso.
En este mundo las palabras de Jesús pudieran parecer fuera
de sintonía, pero es justo lo contrario. El hombre está deseoso de vivir un
mundo mejor, donde no tenga como arma la agresividad o la violencia, donde
puedan experimentar la mansedumbre y la amabilidad de las personas, pero más
profundo, el amor.
Jesús nos demuestra nuevamente su valentía, porque requiere
valor para hablar en estos días del amor, de la mansedumbre, de la amabilidad,
porque de ahí partimos para cambiar al mundo. Pero no caigamos en la tentación
de pensar sobre lo sencillo de adquirir la mansedumbre, porque esta es una
virtud, la cual debe adquirirse con el paso del tiempo a través de mucho
esfuerzo.
Analicemos el proceso, en ocasiones la violencia no es
exterior, si no interior, ello se refleja en nuestra dureza de juicio hacia
nosotros, eso se expresa en los juicios severos y temerarios realizados hacia
los otros. Otros rasgos son la baja autoestima, el menosprecio hacia nosotros
mismos, los propios reproches o castigos, todo ello lleva a la autodestrucción.
La mansedumbre parte de nosotros mismos, porque si no somos
capaces de vernos con amor, entonces no podremos transformarnos y menos aspirar
estar abiertos al prójimo.
En estos casos es necesario confrontarme y buscar sanar
heridas profundas, las cuales generan esa agresividad, ansiedad, desesperación
o violencia. Debo asumir mi vida como soy y dejarme de atormentar por cosas
hechas o imposibles de cambiar. Al
entrar en diálogo conmigo mismo puedo darme cuenta que tengo derecho a ser como
soy. Así soy capaz de entrar en diálogo con el otro y quito mi ideal de una
falsa perfección.
De ahí brota la
mansedumbre, porque si hemos experimentado en nosotros la mansedumbre de Jesús
hacia nosotros, nuestra vida y quien somos, entonces, podremos mirar la vida
con dulzura.
La felicidad de
esta bienaventuranza le corresponde una promesa curiosa “poseerán en herencia
la tierra”, si me trato bien, me respeto, mis posibilidades se abren, tengo
nuevos horizontes, adquiero un vasto terreno a mis pies.
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