El itinerario cuaresmal, nos lleva a vivir el II Domingo de
Cuaresma (Lc 9, 28b – 36), donde anhelamos la transfiguración.
“Unos ocho
días después de decir esto, Jesús tomó a Pedro, Juan y Santiago, y subió a la
montaña para orar. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras
se volvieron de una blancura deslumbrante. Y dos hombres conversaban con él:
eran Moisés y Elías, que aparecían revestidos de gloria y hablaban de la
partida de Jesús, que iba a cumplirse en Jerusalén.
Pedro y sus
compañeros tenían mucho sueño, pero permanecieron despiertos, y vieron la
gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Mientras estos se
alejaban, Pedro dijo a Jesús: "Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos
tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". El no sabía
lo que decía.
Mientras
hablaba, una nube los cubrió con su sombra y al entrar en ella, los discípulos
se llenaron de temor. Desde la nube se oyó entonces una voz que decía:
"Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo".
Y cuando se
oyó la voz, Jesús estaba solo. Los discípulos callaron y durante todo ese
tiempo no dijeron a nadie lo que habían visto”.
La Cuaresma nos va a ir permitiendo el conocernos a nosotros
mismos, el domingo anterior, contemplábamos la certeza de superar las
tentaciones, como Jesús, si permanecemos firmes en su amor y por supuesto,
confiamos más en Él.
Cada año, la liturgia permite meditar y reflexionar en el II
Domingo, sobre la transfiguración, porque ahora es un momento decisivo, vamos
comenzando este periodo riquísimo para ver dentro de nosotros mismos; ya dimos
un paso, el confiar más en Jesús, en su amor y su proyecto, ahora, debemos ir
al monte para encontrarnos con Él.
El Papa Benedicto XVI en su mensaje cuaresmal nos dice, “la existencia cristiana consiste en un
continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar,
trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros
hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios”.
Esa debe ser la experiencia en este día. Ver la actitud de
los discípulos donde hoy Cristo nos invita a verlo transfigurarse y nosotros
con Él. La oración transfigura, esa es una realidad, sólo cuando tengo ese
encuentro profundo y transformante, es cuando puedo hablar de un verdadero
amor.
Por eso los discípulos se van con la finta de quedarse ahí,
porque es la experiencia de éxtasis, de estar en contacto con un verdadero amor
fundado en la eternidad.
Cuando uno lo experimenta no quiere ni mover un cabello para
no perder la “sintonía”, pero como lo recuerda Benedicto XVI, debemos bajar
para traer ese amor, esa fuerza transformadora y reparadora, la cual brota del
contacto profundo y constante con Dios. No podemos guardarlo para nosotros
mismos, sino darlo a todo aquél quien lo necesite, lo busque o lo desee.
Ahí experimentaremos una epifanía, porque Dios nos concederá
comprender el amor a través de su Hijo, quien viene a darnos un plan sustentado
en el amor, el cual nos dará la vida en abundancia, la vida plena.
Recordemos la excelente oportunidad ofrecida en la Cuaresma,
en especial en el II Domingo, encontrarnos con Dios en la montaña para así por
medio de la oración, lograr la transfiguración.
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