El itinerario del Tiempo Litúrgico avanza con mensajes
claros, en el 11° Domingo del Tiempo Ordinario (Lc 7, 36 – 50. 1 – 3), Jesús
nos da una gran lección.
“Un fariseo
invitó a Jesús a comer. Entró en casa del fariseo y se reclinó en el sofá para
comer.
En aquel
pueblo había una mujer conocida como una pecadora; al enterarse de que Jesús
estaba comiendo en casa del fariseo, tomó un frasco de perfume, se colocó
detrás de él, a sus pies, y se puso a llorar. Sus lágrimas empezaron a regar
los pies de Jesús y ella trató de secarlos con su cabello. Luego le besaba los
pies y derramaba sobre ellos el perfume.
Al ver esto el
fariseo que lo había invitado, se dijo interiormente: «Si este hombre fuera
profeta, sabría que la mujer que lo está tocando es una pecadora, conocería a
la mujer y lo que vale.»
Pero Jesús,
tomando la palabra, le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» Simón contestó:
«Habla, Maestro.» Y Jesús le dijo: «Un prestamista tenía dos deudores: uno le
debía quinientas monedas y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle,
les perdonó la deuda a ambos. ¿Cuál de los dos lo querrá más?»
Simón le
contestó: «Pienso que aquel a quien le perdonó más.» Y Jesús le dijo: «Has
juzgado bien.»
Y volviéndose
hacia la mujer, dijo a Simón: « ¿Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa, no
me ofreciste agua para los pies, mientras que ella me ha lavado los pies con
sus lágrimas y me los ha secado con sus cabellos. Tú no me has recibido con un
beso, pero ella, desde que entró, no ha dejado de cubrirme los pies de besos. Tú
no me ungiste la cabeza con aceite; ella, en cambio, ha derramado perfume sobre
mis pies.
Por eso te
digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le quedan perdonados, por el mucho
amor que ha manifestado. En cambio aquel al que se le perdona poco, demuestra
poco amor.»
Jesús dijo
después a la mujer: «Tus pecados te quedan perdonados». Y los que estaban con
él a la mesa empezaron a pensar: « ¿Así que ahora pretende perdonar pecados?»
Pero de nuevo
Jesús se dirigió a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz.»
Jesús iba
recorriendo ciudades y aldeas predicando y anunciando la Buena Nueva del Reino
de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres a las que había
curado de espíritus malos o de enfermedades: María, por sobrenombre Magdalena,
de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de un administrador de
Herodes, llamado Cuza; Susana, y varias otras que los atendían con sus propios
recursos.
El pasaje evangélico nos lleva a contemplar las diferentes
actitudes de Jesús, por un lado frente a los poderosos, a los soberbios y a
quienes la costumbre y la observancia de la ley “a raja tabla” ha tornado frío
su corazón, como es el caso de los fariseos.
Por otro lado, frente a los sencillos, quienes reconocen su
realidad, quienes el peso de su pecado les hace tomar conciencia de su
humanidad y de su fragilidad, quienes se dan cuenta de su insignificancia
frente al Maestro y quienes están dispuestos a la humillación total con tal de
estar cerca de Jesús y no les importa lavarle los pies.
También nos muestra su faceta de Maestro, pero no de la ley
vacía y sin sentido, sino de quien ama a sus discípulos, les enseña con amor,
pero les da la lección como es, en este caso, de la misericordia.
Jesús nos invita en especial en este Evangelio a recordar lo
esencial de su mensaje, la misericordia, sustentada en el amor de Dios. Pero también,
nos alerta de no perdernos en un ritualismo o una falsa religiosidad, pensando
en el cumplimiento de la ley, sin sentido, sin entender el hecho de la
respuesta del amor con amor y no por cumplir, porque eso es una hipocresía y un
absurdo.
El ritualismo se puede convertir en asistir a Misa todos los
días o los domingos, Comulgar, confesarme, rezar diversos actos de piedad, pero
si ello no trasciende, si no vive Jesús en mi corazón es una fe hueca. Es como
los discípulos de Emaús, Cristo está en medio de nosotros, pero no le
reconocemos.
Pasa como el fariseo del texto, Cristo estuvo en su casa
invitado y ni siquiera le ofreció un agua. ¡Fuerte comparación! Jesús entra en
lo más profundo de nuestra intimidad y no le ofrecemos ni agua en nuestro
corazón, está pero es como un objeto más dentro de nuestra cotidianeidad.
Incluso cuando se llega a ese grado, se le pierde el sabor a
la Eucaristía, la Palabra de Dios ya no permea nuestra alma, no vivimos en el
amor, no somos capaces de servir a los demás, estamos ensimismados en nosotros
mismos. Cuando no expresamos el amor en servicio, todo nuestro quehacer es sin
sentido y falso. Incluso los pastores pueden caer en el ritualismo cuando ya no
le encuentran sentido a su ministerio o no aman a su grey.
Jesús agrega, cuidado con juzgar, porque ni siquiera tú has
sido capaz de darme agua.
La verdadera fe en el Señor, necesariamente nos lleva a una
actitud como la mujer del texto. El confrontarnos a nuestra realidad contra el
amor de Dios, inmediatamente nos lleva a besar los pies a Jesús, el ni siquiera
preguntarnos el por qué de su amor, sino el cómo voy a responder a ello.
Me siento indigno, por eso siento la necesidad de enjugar
con lágrimas sus pies, para poder así lavar nuestros pecados, nuestra
inmundicia, frivolidad, cerrazón. Es así, en esa humildad cuando Jesús nos
levanta nos ama, porque nos ha perdonado mucho, porque son enormes nuestros
pecados, pero eso no le importa, sólo nos ama por quien somos.
Cuando experimentamos ese amor, aprendemos bien la lección,
nos sentimos perdonados, entonces nuestro deber se torna en perdonar amando.
Hoy mi oración es para pedirle al Señor, el permitirme poder decir un día, yo
soy de esos pecadores quienes llegan a lavarle los pies con mis lágrimas, para
así ser de esos a quienes les han perdonado mucho, porque hemos amado mucho.
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