jueves, 3 de mayo de 2012

Compartir del tres de mayo

Agradezco la invitación por parte del Colegio CEYCA, en especial de su Capellán, el P. Iñigo Ahedo, L.C., por invitarme a compartir una serie de reflexiones.
 
 
Iniciado el camino pascual, hemos pasado por la tumba vacía, ahí donde los guardias de la muerte fueron colocados para impedir que la tumba se abriera con el ímpetu del que es dueño de la vida y de la muerte. Y resultó que el que había muerto se levantó glorioso y los que se creían vivos quedaron como muertos, paradoja de la Resurrección; los enemigos de la vida querían que todo siguiera como antes, que la muerte tuviera la última palabra, que los signos de muerte continuaran limitando la historia del hombre marcado por la desunión y el egocentrismo, pero no contaban con el gran proyecto de Dios que da la vida verdadera y cuando Dios revelado por Cristo entra en las realidades de muerte, los guardias caen yertos, el que unió el ciclo y la tierra con su cruz gloriosa no puede ser contenido en una tumba, la verdad de Dios surge y la vitalidad del crucificado derriba la piedra que obstruía la tumba.
 
 
Ese es el reto, el aprender a acompañar a sus hijos, a ayudarles a discernir los signos de los tiempos, a ser discípulo misionero de Jesucristo en tiempos donde esos enemigos de la vida buscan establecer su imperio y dominio. A no preferir esos signos de muerte, marcados por la desunión y el egocentrismo. A presentarles el proyecto de Dios para su vida.
 
 
Papás,  al interior de nuestras familias se deben tomar decisiones congruentes con las realidades con las que vivimos, propias de los signos de los tiempos. Debe convertirse en la “estupenda novedad” como la llamó Benedicto XVI, donde se forme una verdadera escuela de fe y sea el cimiento y fundamento de la fe madura.

Papás, es muy importante analizar el cómo estamos contribuyendo a este proceso hacia la Fe Madura. Por tanto hay que apoyar a sus hijos y ahijados a que desarrollen la experiencia con el Cristo vivo para crear actitudes que formen convicciones. Ser hombres íntegros, coherentes con su fe.
 
 
Por ello se requiere de un nuevo Pentecostés que nos vivifique, que nos haga audaces y decididos como en el inicio de la Iglesia. Es fundamental que el Espíritu Santo fructifique nuestro actuar, así como fructificó en la primera comunidad descrita en los Hechos de los Apóstoles, donde San Lucas, presenta el nuevo estilo de vida de la Iglesia naciente dando signos evidentes de resucitados: vida de compartir y de desarrollar el uso cristiano de bienes, superando signos de egoísmo y de mezquindad. Ahí están los apóstoles distribuyendo la ofrenda puesta a disposición en una comunión de bienes, como resultado de una profunda comunión de espíritus y de corazones llenos de Evangelio y de la novedad del que murió y salió triunfante de la tumba vacía.
 
 
Lo anterior sólo puede darse a partir de la fuerza del testimonio. Sí papás, somos responsables de dar un testimonio coherente de la fe profesada y de la cual buscamos madurar en nuestros hijos.
 
 
Cuando hablen de Jesús como centro de nuestra fe, expliquen que pasa lo mismo que en toda relación, hay cercanía, hay lejanía, se pierde y luego vuelve, sufre crisis, sufre la noche oscura, se experimenta sequedad, acedia, etc. llega a parecer extraño, pero se percibe todavía más: ¡el silencio de Dios! El totalmente otro, más allá de toda fantasía o de percepciones sicóticas. Jesús no es mago, no es tampoco quita pesares, no es manipulable, no es ídolo.
 
 
Hablo de una fe madura, no ingenua o quizá enfermiza. ¡Lejos de ello! Hablo de una fe evangélica, sanadora, que da vida, que me da brío para enfrentar conflictos cotidianos, de igual manera como lo hacía Jesús. Y de esa relación evangélica, profunda, única con Jesús, puedo decir: ¡creo en Jesús el viviente!; de manera que creo en aquel que me muestra otra manera de ser de Dios, única y auténtica: el Dios vivo, el totalmente otro. El relacionarme con Jesús no puedo construir una imagen cualquiera de Dios, sino aquélla que me lleve a mi verdadera felicidad.

Como San Pablo necesito experimentar a Jesús vivo dentro de mí de manera que transforme toda mi existencia; Pablo se desgastó en filosofías, en el Antiguo Testamento, en el fariseísmo hasta que se dejó encontrar por el resucitado que vive para siempre y pudo decir: “todo me parece basura” (Fil 3,8); “para mí la vida es Cristo” (Fil 1,21).
 
 
Al descubrir a Jesucristo vivo acepto que Él es mi Señor, quiero estar bajo su luz, bajo su Evangelio, en el proyecto de las bienaventuranzas, en su Misterio Pascual, en la vitalidad de la vida, etc. pero qué sucede entre nosotros objetivamente: ¿se puede ser masón y católico al mismo tiempo? Acaso… ¿se puede creer en la reencarnación y en la resurrección en Cristo? O quizá ¿se puede aprobar la pena de muerte y creer que el perdón aun al enemigo nos hace libres? Etc. Etc. Si nosotros estuviéramos bajo el señorío de Cristo lo único  que Él tendría que hacer es decir una palabra y eso sería suficiente.
 
 
Hay hermanos nuestros que creen que el Evangelio es si yo quiero, si me acomoda, si es propuesta posmoderna, si no afecta a mis intereses, si no rompe mi ascenso a tal puesto de gobierno o de la empresa. ¿Puede un doctor discípulo de Cristo aconsejar o provocar un aborto? ¿Puede un abuelito, creyente en el señorío de Cristo, pagar el costo de un aborto a la nieta o la novia del nieto?
 
 
Todavía algunos católicos creen que serlo es como tener una membrecía en el club Iglesia Católica, lejos de decir y vivir como siervo del único Señor; aceptar que sin sujeción a Cristo, a su Evangelio, a su moral que fluye de éste, sin vivencia profunda de los sacramentos, no puede haber discipulado de Jesús nuestro Señor.
 
 
Hay que enseñar que el camino de Jesús es duro, es demandante, pero me lleva a la plenitud y a la vitalidad, a la vida eterna. Papás, no nos engañemos, Dios nunca nos va a quitar la cruz, pero nunca nos va a dejar solos.

Nos toca recorrer el camino, la fe es camino, el discipulado es camino y pasa por la cruz,  pero ésta no es definitiva; lo definitivo es la Resurrección. Es la etapa de la verdad completa o plena. A la pasión, al juicio injusto, al camino de la cruz le falta la resurrección. Por ejemplo, se repara o rehace una casa, se tira algo o mucho y llega el dueño diciendo: ¿qué has hecho? Mi jardín, ¡qué desastre! ¡Mis escaleras, las cortinas, puertas y ventanas! Y le dice el arquitecto, están en proceso, no están terminados, falta detallar y pulir, ¡espere! Por eso muchos arquitectos no permiten que el dueño vea la obra a mitad del camino o del proceso, hasta que termine para que no se frustre. Veo un enfermo, su deterioro, su minusvalía, sus discapacidades, etc., el ateo puede decir: ¿esta es la obra maestra de Dios? Y el hombre de fe responde con aplomo con esperanza: ¡La obra no está terminada! Falta la resurrección, ¡falta la plenitud!
 
 
Ahora bien, apenas van 47 años después del Concilio Vaticano II. Así como la Iglesia primitiva buscó solucionar el problema de cómo engendrar y hacer un cristiano para que participe del Misterio de Cristo y de la vida de la Iglesia,  pues el ¡cristiano se hace, no nace!; así como la Iglesia misionera antes del Concilio fue encontrando dichos “cómos” y lo planteó en el Concilio Vaticano II; así como ellos encontraron proyectos que se hicieron sistemas y caminos, se hicieron ritos y desataron procesos, nos corresponde a nosotros vibrando con Aparecida que pide un nuevo Pentecostés detonar los procesos, encontrar caminos teniendo claridad suficiente sobre el objetivo de la Iniciación y el proceso integral de la misma. ¡Nadie cree solo, Cristo necesita testigos no parlanchines!

Invito a todos a ser ustedes mismos con identidad, con sentido de la vida misionera en esta realidad, anunciadores de otra cultura alternativa marcada por el Evangelio, desde el encuentro con Jesucristo vivo, desde su señorío. Vamos sembrando evangelio como lo hicieran los Santos en cada momento de la historia que les tocó vivir, como Ignacio de Loyola, Juan Bosco, Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, etc., hay gente que decide vivir en amargura esta situación, que vive en desesperanza, en neurosis o quizá en sicosis u otras respuestas a situaciones límite. Nos toca escarbar la tierra y sembrar con paciencia como los Santos que nos han precedido.
 
 
Ante la realidad histórica que nos toca evangelizar, aquí donde vamos a ser buena noticia, en esta ciudad del relativismo,  el creyente en el señorío de Cristo recurre a la revelación: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 31-33). La hostilidad del mundo no es señal de derrota, el sistema injusto ha recibido su sentencia, la victoria ya está conseguida, al modo de Dios. Para quien cree en el señorío de Jesús el orden injusto ha quedado desacreditado para siempre. Cada vez que el mundo de la maldad cree vencer, confirma su fracaso. La esperanza en la resurrección muestra que el límite de las posibilidades humanas no constituye ni remotamente el límite de las posibilidades de Dios. Deja que Dios sea Dios con el final de su obra: la Resurrección: ¡YO HE VENCIDO AL MUNDO!

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