Estamos a punto de culminar el ciclo litúrgico y de iniciar
otro, en el XXXI Domingo del Tiempo Ordinario (Mc 12, 28b – 34), Cristo nos
pide, escuchar.
“Un escriba
que los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le
preguntó: "¿Cuál es el primero de los mandamientos?". Jesús
respondió: "El primero es: Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el
único Señor; y tú amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu
alma, con todo tu espíritu y con todas tus fuerzas.
El segundo es:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento más grande que
estos". El escriba le dijo: "Muy bien, Maestro, tienes razón al decir
que hay un solo Dios y no hay otro más que él, y que amarlo con todo el
corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo
como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los
sacrificios".
Jesús, al ver
que había respondido tan acertadamente, le dijo: "Tú no estás lejos del
Reino de Dios". Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas”.
La vida de los hombres transcurre buscando certezas, caminos
y casi siempre desarrolla una fe de vista, es decir, de ver los planes de Dios
en su vida. Por eso, en el texto, el escriba, queriendo poner a Cristo a
prueba, para no perder su costumbre, le pregunta sobre el mayor de los
mandamientos.
El problema radica en la resistencia al cambio, porque del
ver, ahora será pasar al escuchar. Por eso Jesús comienza su respuesta con un
escucha Israel, para vivir tu fe, no esperes ver prodigios especiales de Dios,
escucha su voz dentro de ti para así realizar su proyecto.
Ahí está la clave para iniciar el caminar en la fe. Escuchar
la Palabra de Dios en la vida y ponerla en práctica. Ahí se encuentra el
sentido del caminar espiritual, como fue para el pueblo de Israel, el estar
atento a la Palabra, para así llegar a la Tierra Prometida y esperar al Mesías.
Cuando uno encuentra la disposición de escuchar es cuando es
capaz de experimentar el amor de Dios en nuestro corazón, pero no sólo experimentarlo
sino vivirlo, pero más allá, el predicarlo con nuestro testimonio de vida.
La relación de Dios se transforma, porque se da un verdadero
encuentro, con quien me ama por quien soy y no por lo que hago o dejo de hacer.
Al final del día el encuentro con el Señor será marcado por el amor, entonces
nuestra verdadera obligación a partir del encuentro con ese amor, es darlo a
los demás en la medida en la cual nos sentimos amados por Dios y sólo eso
basta.
Por eso dirán grandes santos, entre ellos San Agustín, “la
medida del amor es amar sin medida” y la Madre Teresa, “amar hasta que duela”.
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