Llegamos el IV Domingo de Pascua (Jn 10, 11 – 18), también
conocido como el Domingo del Buen Pastor. Cristo es el Buen Pastor.
“Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las
ovejas.
El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no
pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo
las arrebata y las dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas.
Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me
conocen a mí -como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre- y doy mi vida
por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a
las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y
un solo Pastor.
El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie
me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de
recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre"”.
Cuando uno retoma el Evangelio de Juan y escucha el pasaje
anterior, la primera sensación es de alivio, de esperanza y de confianza,
porque sabemos de una misión de Cristo, el ser Pastor.
La figura del Pastor es muy poderosa, porque refleja dos
extremos de una realidad, por un lado, la figura de aquél quien da la vida por
sus amigos, la dona, se dona; es un modelo de caridad. Por otro lado, es
aguerrido, decidido porque hace todo lo necesario para defender a sus ovejas.
Así nos lleva Cristo en nuestras vidas, es ese Pastor quien
está al pendiente, quien se adelanta a todo, quien busca llevarnos por el
camino del bien. He ahí el hermoso Salmo 22, quien busca recordarnos eso,
cuando estamos tristes y desolados, cuando estamos en dificultades: “el Señor
es mi Pastor, nada me faltará”.
El Pastor nos conoce a profundidad, pero también las ovejas
escuchan la voz del Pastor y lo reconocemos, confiamos en él ciegamente. Pero
muchas veces queremos alejarnos y explorar por nuestra cuente, caemos en
lugares impensables e insospechados, pero ahí va nuestro Pastor por nosotros
para regresarnos al buen camino. Porque por eso nos dice, Yo doy mi vida.
Cada vez que dudemos, recordar esa frase del Salmo 22, “…
Nada me faltará”.
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