Como cada año, el Ciclo Litúrgico nos presenta la gran
oportunidad de convertirnos, de regresar al Padre, por ello en el Primero
Domingo de Cuaresma (Mt 4, 1 – 11) Cristo quiere una respuesta de amor.
“Jesús fue
llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el demonio. Después
de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, sintió hambre. Y el tentador,
acercándose, le dijo: "Si tú eres Hijo de Dios, manda que estas piedras se
conviertan en panes". Jesús le respondió: "Está escrito: El hombre no
vive solamente de pan, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios".
Luego el
demonio llevó a Jesús a la Ciudad santa y lo puso en la parte más alta del
Templo, diciéndole: "Si tú eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está
escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles, y ellos te llevarán en sus manos para
que tu pie no tropiece con ninguna piedra". Jesús le respondió:
"También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios".
El demonio lo
llevó luego a una montaña muy alta; desde allí le hizo ver todos los reinos del
mundo con todo su esplendor, y le dijo: "Te daré todo esto, si te postras
para adorarme". Jesús le respondió: "Retírate, Satanás, porque está
escrito: Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto". Entonces
el demonio lo dejó, y unos ángeles se acercaron para servirlo”.
Los dos primeros Domingos de Cuaresma nos llaman a vivir
actitudes prácticas para lograr la conversión, pero más aún, nos dan las claves
para comprender el sentido del centro de la auténtica conversión, las cuales se
deben traducir en una respuesta de amor.
La liturgia acomodó para el Primero Domingo de Cuaresma los
textos donde contemplamos las tentaciones de Jesús en el desierto, pero lo hizo
para demostrarnos la victoria de Jesús sobre las tentaciones y siendo verdadero
hombre nos da las claves para ello.
El pecado, al final del día, es una falta al amor de Dios,
por una acción, pensamiento u omisión. El pecado es por tanto, una actitud
egoísta que me presentó como bien distorsionado un mal. Pero el hecho no es
sentir o sufrir tentaciones, el problema es consentirlas e incluso buscarlas.
En el pasaje vemos las tentaciones típicas del hombre, el materialismo, la
autosuficiencia y el poder.
El materialismo nos sumerge en una carrera sin sentido para
buscar el tener, olvidando el ser. Cuantificamos la valía de las personas por
lo que tienen y no por lo que son. No es malo el tener, pero dando un valor
adecuado a las posesiones materiales y no busca acumular de forma avariciosa.
La autosuficiencia es pensar que no necesitamos de los demás
y por soberbia nos sentimos superiores a los demás al grado de menospreciarlos,
e incluso humillarles. No es malo el tener confianza en uno mismo, pero
recordar maduramente que no todo lo podemos, y que mientras más seamos hombres
y mujeres de encuentro, más felices seremos.
Y por supuesto, el poder, el anhelo más profundo del hombre
es el sentirse importante, reconocido y valorado, pero si no tengo los pies en
la tierra, me convierto en presa de mi propio ego. Incluso hombres quienes bien
intencionados buscan esparcir la buena nueva se convierten en monumentos a su
propio ego y estorban en la misión, porque cayeron en la tentación de
predicarse a sí mismos en vez de Dios.
Por tanto, la mejor forma de vencer a esas típicas
tentaciones es la forma más antigua, la que Jesús nos mostró, el amor. Cuando
amo, el materialismo no tiene cabida, porque por amor soy compartido, amo el
ser más que el tener. Cuando amo, me doy cuenta que mi verdadera felicidad está
en la complementariedad. Y cuando amo, el único poder que tiene cabida es el
poder del amor, el cual es transformador y restaurador.
Jesús sólo quiere una respuesta de amor, porque así como con
él, saldremos victoriosos de cada tentación y batalla que nos presente el
maligno, porque confiaremos más en Dios y su misericordia que en nuestras
propias fuerzas.
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